Durante más de medio siglo, el manual sobre cómo los países en desarrollo pueden aumentar sus riquezas ha cambiado poco: trasladar a los agricultores de subsistencia a empleos manufactureros y luego vender lo que ellos producen al resto del mundo.

La receta —adaptada de diversas maneras por Hong Kong, Singapur, Corea del Sur, Taiwán y China— ha producido el motor más potente que el mundo ha conocido para generar crecimiento económico. Ha ayudado a sacar a cientos de millones de personas de la pobreza, generar empleos y a incrementar los estándares de vida.

Los tigres asiáticos y China tuvieron éxito combinando vastas reservas de mano de obra barata con acceso a conocimientos y financiación internacionales, y compradores que llegaban procedentes de lugares como Kalamazoo hasta Kuala Lumpur. Los gobiernos proporcionaron el andamiaje: construyeron carreteras y escuelas, ofrecieron normativas e incentivos favorables para las empresas, desarrollaron instituciones administrativas capaces y fomentaron industrias incipientes.

Pero la tecnología está avanzando, las cadenas de suministro están cambiando y las tensiones políticas están remodelando los patrones del comercio. Y con ello, crecen las dudas sobre si la industrialización puede seguir generando el crecimiento milagroso que solía generar. Para los países en desarrollo, los cuales albergan el 85 por ciento de la población mundial —6800 millones de personas—, las implicaciones son profundas.

Hoy en día, la manufactura representa una porción más pequeña de la producción económica mundial, y China ya realiza más de un tercio de ella. Al mismo tiempo, cada vez más países emergentes están vendiendo productos baratos en el extranjero, lo que incrementa la competencia. Ya no hay tantas ganancias que extraer: no todo el mundo puede ser exportador neto u ofrecer los salarios y costos generales más bajos del mundo.

Existen dudas de que la industrialización pueda crear los beneficios trascendentales que generó en el pasado. En la actualidad, las fábricas tienden a apoyarse más en la tecnología automatizada y a depender menos de la mano de obra barata con poca capacitación.

“No puedes generar suficientes empleos para la amplia mayoría de trabajadores que tienen poca educación”, afirmó Dani Rodrik, destacado economista de desarrollo en la Universidad de Harvard.

Ese proceso puede percibirse en Bangladés, el cual el director gerente del Banco Mundial llamó “una de las historias de desarrollo más importantes del mundo” el año pasado. El país labró su éxito al convertir agricultores en obreros textiles.

Pero el año pasado, Rubana Huq, presidenta de Mohammadi Group, un conglomerado familiar, remplazó a 3000 empleadas con telares de Jacquard automatizados para realizar patrones de tejido complejos.

Las mujeres encontraron empleos similares en otros lugares de la compañía. “¿Pero qué sigue cuando esto sucede a gran escala?”, preguntó Huq, quien también es presidenta de la Asociación de Fabricantes y Exportadores de Prendas de Vestir de Bangladés.

Estas trabajadoras no tienen capacitación, afirmó. “No se van a convertir de la noche a la mañana en programadoras informáticas”.

Los recientes desarrollos globales han acelerado la transición.

Las crisis de cadenas de suministro vinculadas con la pandemia de la COVID-19 y las sanciones impulsadas por la invasión de Rusia a Ucrania elevaron el precio de productos básicos como alimentos y combustible, lo que mermó los ingresos. Las altas tasas de interés, impuestas por los bancos centrales para mitigar la inflación, desencadenaron otra serie de crisis: las deudas de los países en desarrollo se dispararon y el capital de inversión se agotó.

La semana pasada, el Fondo Monetario Internacional advirtió sobre la nociva combinación de menor crecimiento y mayor deuda.

La potenciada globalización que había alentado a las compañías a comprar y vender en todos los rincones del planeta también ha estado cambiando. Las crecientes tensiones políticas, en especial entre China y Estados Unidos, están afectando dónde las empresas y los gobiernos invierten y comercian.

Las compañías quieren que las cadenas de suministro sean seguras y baratas, y están dirigiendo su atención a vecinos o aliados políticos que puedan brindarlas.

En esta nueva era, afirmó Rodrik, “el modelo de industrialización —del cual han dependido prácticamente todos los países que se han enriquecido—ya no es capaz de generar crecimiento económico veloz y constante”.

Tampoco está claro qué podría reemplazarlo.

Una alternativa podría encontrarse en Bengaluru, un epicentro de alta tecnología en el estado indio de Karnataka, antes conocido como Bangalore.

Compañías multinacionales como Goldman Sachs, Victoria’s Secret y la revista The Economist han acudido en masa a la ciudad y han instalado cientos de centros operativos —conocidos como centros de capacidad global— para gestionar contaduría, diseñar productos, desarrollar sistemas de seguridad cibernética e inteligencia artificial, y más.

Se espera que este tipo de centros generen 500.000 empleos a nivel nacional en los próximos dos a tres años, según la consultora Deloitte.

Se están sumando a cientos de empresas de biotecnología, ingeniería y tecnología de la información, incluidos gigantes locales como Tata Consultancy Services, Wipro e Infosys Limited. Hace cuatro meses, la empresa estadounidense de chips AMD inauguró allí su centro de diseño global más grande.

“Debemos alejarnos de la idea de las etapas de desarrollo clásicas, de que se va de la granja a la fábrica y luego de la fábrica a las oficinas”, afirmó Richard Baldwin, economista del Instituto Internacional para el Desarrollo Gerencial en Ginebra. “Todo ese modelo de desarrollo es equivocado”.

Dos tercios de la producción mundial proceden ahora del sector servicios, un revoltijo que incluye paseadores de perros, manicuristas, manipuladores de alimentos, limpiadores y conductores, así como diseñadores de chips, artistas gráficos, enfermeros, ingenieros y contadores altamente cualificados.

Es posible dar el salto al sector servicios y crecer vendiendo a empresas de todo el mundo, argumentó Baldwin. Eso es lo que ha ayudado a India a convertirse en la quinta economía mundial.

En Bengaluru, antes Bangalore, el aumento general de la vida de clase media atrajo a más gente y más empresas que, a su vez, atrajeron a más gente y empresas, continuando el ciclo, explicó Baldwin.

La covid aceleró esta transición, al obligar a la gente a trabajar a distancia: desde otra parte de la ciudad, desde otra ciudad o desde otro país.

En el nuevo modelo, los países pueden centrar el crecimiento en torno a las ciudades y no a una industria concreta. “Así se crean actividades económicas bastante diversas”, afirmó Baldwin.

“Piensa en Bangalore, no en el sur de China”, dijo.

Muchos países en desarrollo siguen centrados en la creación de industrias orientadas a la exportación como vía hacia la prosperidad. Y así es como debe ser, dijo Justin Yifu Lin, decano del Instituto de Nueva Economía Estructural de la Universidad de Pekín.

El pesimismo sobre la fórmula clásica de desarrollo, dijo, se ha visto impulsado por la creencia errónea de que el proceso de crecimiento era automático: bastaba con despejar el camino al libre mercado y el resto se hará solo.

Estados Unidos y las instituciones internacionales han presionado a menudo a los países para que adopten mercados abiertos y una gobernanza sin intervención.

El crecimiento impulsado por las exportaciones en África y Latinoamérica tropezó porque los gobiernos no protegieron ni subvencionaron las industrias incipientes, dijo Lin, otrora economista jefe del Banco Mundial.

“La política industrial fue tabú durante mucho tiempo”, dijo, y muchos de los que lo intentaron fracasaron. Pero también hubo casos de éxito como los de China y Corea del Sur.

“Es necesario que el Estado ayude al sector privado a superar las fallas del mercado”, dijo. “No se puede hacer sin política industrial”.

La cuestión primordial es si algo —servicios o manufacturas— puede generar el tipo de crecimiento que se necesita desesperadamente: de base amplia, a gran escala y sostenible.

Los empleos de servicios para las empresas se multiplican, pero muchos de los que ofrecen ingresos medios y altos se encuentran en áreas como las finanzas y la tecnología, que suelen requerir competencias avanzadas y niveles de educación muy superiores a los que tiene la mayoría de la población de los países en desarrollo.

En India, casi la mitad de los licenciados universitarios carecen de las cualificaciones necesarias para estos empleos, según Wheebox, un servicio de evaluación educativa.

El desajuste está en todas partes. Según el informe El futuro del empleo, publicado el año pasado por el Foro Económico Mundial, seis de cada 10 trabajadores necesitarán volver a ser capacitados en los próximos tres años, pero la inmensa mayoría no tendrá acceso a esa capacitación.

También proliferan otros tipos de empleos de servicios, pero muchos no están bien pagados ni son exportables. Un peluquero de Bengaluru no puede cortarte el pelo si estás en Brooklyn.

Eso podría significar un crecimiento menor y más desigual.

Investigadores de la Universidad de Yale descubrieron que en India y en varios países del África subsahariana, los trabajadores agrícolas se pasaron a empleos de servicios al consumidor y aumentaron su productividad y sus ingresos.

Pero había un problema: las ganancias fueron “asombrosamente desiguales” y beneficiaron desproporcionadamente a los ricos.

Ante el debilitamiento de la economía mundial, los países en desarrollo tendrán que extraer todo el crecimiento que puedan de cada rincón de sus economías. Según Rodrik, de Harvard, la política industrial es esencial, pero debe centrarse en las pequeñas empresas de servicios y en los hogares, ya que serán la fuente de la mayor parte del crecimiento futuro.

Tanto él como otros expertos advierten que, aun así, es probable que los avances sean modestos y difíciles de conseguir.

“El margen se ha reducido”, afirma. “El crecimiento que podemos conseguir es definitivamente menor que en el pasado”.

Patricia Cohen

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